Buñuel observaba la religión cristiana con mirada de entomólogo.
LOS PLACERES DE AQUÍ ABAJO
Adoro los disfraces, y eso desde mi infancia. En Madrid, a veces, me disfrazaba de sacerdote y me paseaba así por las calles, delito castigado con cinco años de cárcel.
Al igual que san Simeón el Estilita que, desde lo alto de su columna, hablaba con su Dios invisible, yo, en los bares, he pasado largos ratos de ensueño, hablando rara vez con el camarero y casi siempre conmigo mismo, invadido por cortejos de imágenes a cual más sorprendente.
La religión era omnipresente, se manifestaba en todos los detalles de la vida. Por ejemplo, yo jugaba a decir misa en el granero, con mis hermanas de feligresas.
Pese a nuestra fe sincera, nada podía calmar una curiosidad sexual impaciente y un deseo permanente, obsesivo.
No me gustan los poseedores de la verdad, quienesquiera que sean. Me aburren y me dan miedo. Yo soy antifanático (fanáticamente).
Ya que hablamos de Cristo, me parece que, en la evolución contemporánea de la religión, Cristo se ha ido apoderando poco a poco de un lugar privilegiado con relación a las otras dos personas de la Santísima Trinidad. No se habla más que de él. Dios Padre sigue existiendo, pero muy vago, muy lejano. En cuanto al desventurado Espíritu Santo, nadie se ocupa de él y mendiga por las plazas.
El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios. Estos dos términos son antinómicos. Se excluyen mutuamente.
Carente de fe (y persuadido de que, como todas las cosas, la fe nace a menudo del azar), no veo cómo salir de este círculo. Por eso es por lo que no entro en él.
No hay gran cosa que decir de la muerte cuando se es ateo como yo. Habrá que morir con el misterio.
He encontrado cosas muy divertidas en los Evangelios, verdaderamente para morir de risa. Pero las guardaré para mí.
Junto al azar, su hermano el misterio. El ateísmo —por lo menos el mío— conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro Universo es misterio.
En alguna parte entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre. Esta libertad, como las otras, se la ha intentado reducir, borrar. A tal efecto, el cristianismo ha inventado el pecado de intención.
Sólo hacia los sesenta o sesenta y cinco años de edad comprendí y acepté plenamente la inocencia de la imaginación. Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí.
La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban.
Luis Buñuel